Lo imposible
Benito Rabal
Cuando en los muros de París, en Mayo del 68, alguien escribió: "Seamos realistas, pidamos lo imposible", aquí, en España, lo entendimos muy bien. Tal vez en Europa, en las democracias burguesas, no lo hicieran. Tal vez las mentes bienpensantes de esos países - políticamente correctos, se les dice ahora - supusieran que era un desvarío más de aquellos jóvenes de cabellera enmarañada, bien comidos y sin haber pasado una guerra; una boutade más de esas con las que querían cambiar el mundo a base de discursos y comunas, fábricas y universidades ocupadas, adoquines y peleas callejeras.
Pero aquí, no. Aquí lo entendimos muy bien. Aquí sabíamos que la frontera entre lo posible y lo imposible era, cuanto menos, confusa. Aquí nos habían arrebatado nuestra democracia ante el silencio del resto de los parlamentos europeos, tan vergonzoso como supuestamente imposible; aquí nos habían desaparecido nuestra república con tal de desaparecer la incipiente - y más que posible - revolución social; aquí, acabada la segunda guerra mundial, a pesar que también fuimos nosotros quienes luchamos contra el nazismo, no nos alcanzaron los aires de esa paz y libertad europeas; aquí, nos admitieron en las Naciones Unidas, a pesar de estar aquí el último resto del Fascismo; aquí, se instalaron las bases militares del ejército que decía defender la democracia, el mismo que, mezclada con sangre, lleva en la punta de sus bayonetas los colores de la liberación universal. En fin, aquí, ya sabíamos que lo imposible, lo que nunca debía, ni tenía que poder suceder, sucedía a diario. Y sin embargo luchábamos y nuestra lucha, sin pronta esperanza a la vista, llegaba a la gente y, en una u otra medida, la hacían suya.
¿Quién sin embargo, se atreve a decir ahora que pensábamos que acabar con la Dictadura entraba dentro del terreno de lo posible? Había que acabar con ésta y punto. Por eso luchábamos.
Éramos realistas, pedíamos lo imposible. O mejor dicho, lo exigíamos, porque el pedid que se os dará, hasta ahora se ha demostrado completa y radicalmente falso.
El problema es que hemos olvidado que lo que es posible entra dentro de lo que ya hemos conquistado y lo imposible, lo que nos queda por lograr. Tal vez esa sea la clave de la crisis de la izquierda europea. Tal vez debíamos apartarnos de los pequeños objetivos y encaminarnos a los imposibles, de futuros más largos e inciertos, pero, como decían los muros parisinos, reales; decidir que no se trata de vivir un poco mejor, sino de lograr una sociedad global justa.
Tal vez no se trate sólo de pedir mejoras en los salarios, sino de exigir la eliminación de esa relación salarial entre patrón y trabajador; desarrollar el concepto, aún a riesgo de parecer locos, que ésta aliena y esclaviza. ¿O a qué pedir la pervivencia de la escuela pública, mientras consentimos que gran parte de los fondos a ésta destinados vayan a la concertada? ¿Qué hacer, cómo impedirlo? Desde luego no mediante las mismas armas que han elegido quienes son nuestro enemigo.
Trabajar por la desaparición del ejército y la industria bélica es utópico, imposible, pero ¿qué logramos discutiendo sobre la legalidad de una u otra guerra? No basta con oponerse, hay que luchar contra ello y de la manera que sea. O si nuestros votos valen menos que los del resto de opciones políticas, ¿en justicia tendremos que pagar los mismos impuestos o negarnos a hacerlo? ¿Por qué seguir incrementando las arcas de la patronal nuclear cada vez que abonamos la factura de la luz en aras de una moratoria que nos deja a todos bajo el peligro de sus residuos y a ellos con el bolsillo cada vez más lleno? ¿Pretendemos así, únicamente con la timidez y la corrección del discurso de la democracia burguesa, que la población se implique, que reconozca como suya la lucha contra el capital, cuando parece que ya lo hemos asumido como algo inevitable, imposible de derrotar?
Tal vez deberíamos recordar aquel poema de León Felipe en el que un loco pretende derribar un muro a cabezazos y al requerirle que deje de hacerlo porque su tarea es imposible, contesta," ¿Y si lo tiro?"
O tal vez aquel otro de Celaya, "¡A la calle que ya es hora!".
Cuando en los muros de París, en Mayo del 68, alguien escribió: "Seamos realistas, pidamos lo imposible", aquí, en España, lo entendimos muy bien. Tal vez en Europa, en las democracias burguesas, no lo hicieran. Tal vez las mentes bienpensantes de esos países - políticamente correctos, se les dice ahora - supusieran que era un desvarío más de aquellos jóvenes de cabellera enmarañada, bien comidos y sin haber pasado una guerra; una boutade más de esas con las que querían cambiar el mundo a base de discursos y comunas, fábricas y universidades ocupadas, adoquines y peleas callejeras.
Pero aquí, no. Aquí lo entendimos muy bien. Aquí sabíamos que la frontera entre lo posible y lo imposible era, cuanto menos, confusa. Aquí nos habían arrebatado nuestra democracia ante el silencio del resto de los parlamentos europeos, tan vergonzoso como supuestamente imposible; aquí nos habían desaparecido nuestra república con tal de desaparecer la incipiente - y más que posible - revolución social; aquí, acabada la segunda guerra mundial, a pesar que también fuimos nosotros quienes luchamos contra el nazismo, no nos alcanzaron los aires de esa paz y libertad europeas; aquí, nos admitieron en las Naciones Unidas, a pesar de estar aquí el último resto del Fascismo; aquí, se instalaron las bases militares del ejército que decía defender la democracia, el mismo que, mezclada con sangre, lleva en la punta de sus bayonetas los colores de la liberación universal. En fin, aquí, ya sabíamos que lo imposible, lo que nunca debía, ni tenía que poder suceder, sucedía a diario. Y sin embargo luchábamos y nuestra lucha, sin pronta esperanza a la vista, llegaba a la gente y, en una u otra medida, la hacían suya.
¿Quién sin embargo, se atreve a decir ahora que pensábamos que acabar con la Dictadura entraba dentro del terreno de lo posible? Había que acabar con ésta y punto. Por eso luchábamos.
Éramos realistas, pedíamos lo imposible. O mejor dicho, lo exigíamos, porque el pedid que se os dará, hasta ahora se ha demostrado completa y radicalmente falso.
El problema es que hemos olvidado que lo que es posible entra dentro de lo que ya hemos conquistado y lo imposible, lo que nos queda por lograr. Tal vez esa sea la clave de la crisis de la izquierda europea. Tal vez debíamos apartarnos de los pequeños objetivos y encaminarnos a los imposibles, de futuros más largos e inciertos, pero, como decían los muros parisinos, reales; decidir que no se trata de vivir un poco mejor, sino de lograr una sociedad global justa.
Tal vez no se trate sólo de pedir mejoras en los salarios, sino de exigir la eliminación de esa relación salarial entre patrón y trabajador; desarrollar el concepto, aún a riesgo de parecer locos, que ésta aliena y esclaviza. ¿O a qué pedir la pervivencia de la escuela pública, mientras consentimos que gran parte de los fondos a ésta destinados vayan a la concertada? ¿Qué hacer, cómo impedirlo? Desde luego no mediante las mismas armas que han elegido quienes son nuestro enemigo.
Trabajar por la desaparición del ejército y la industria bélica es utópico, imposible, pero ¿qué logramos discutiendo sobre la legalidad de una u otra guerra? No basta con oponerse, hay que luchar contra ello y de la manera que sea. O si nuestros votos valen menos que los del resto de opciones políticas, ¿en justicia tendremos que pagar los mismos impuestos o negarnos a hacerlo? ¿Por qué seguir incrementando las arcas de la patronal nuclear cada vez que abonamos la factura de la luz en aras de una moratoria que nos deja a todos bajo el peligro de sus residuos y a ellos con el bolsillo cada vez más lleno? ¿Pretendemos así, únicamente con la timidez y la corrección del discurso de la democracia burguesa, que la población se implique, que reconozca como suya la lucha contra el capital, cuando parece que ya lo hemos asumido como algo inevitable, imposible de derrotar?
Tal vez deberíamos recordar aquel poema de León Felipe en el que un loco pretende derribar un muro a cabezazos y al requerirle que deje de hacerlo porque su tarea es imposible, contesta," ¿Y si lo tiro?"
O tal vez aquel otro de Celaya, "¡A la calle que ya es hora!".